Hace un par de
años me pidieron una contribución para un libro (La
Constitución en 2020) que tenía como objetivo pensar cómo imaginábamos el
texto constitucional reformado en 1994 en 2020, particularmente si considerábamos
necesaria una nueva reforma. El pedido que me hizo el compilador de la obra, Roberto Gargarella, se
vinculaba con el derecho a la libertad de expresión.
Esta semana se
cumplieron 20 años de la reforma ocurrida a finales del siglo pasado, y como
contribución al debate que se ha dado por distintos medios académicos y periodísticos,
reproduzco aquí abajo mi principal conclusión del trabajo que titulé "La libertad de expresión en la Constitución
y los riesgos de abrir una “caja de Pandora”.
Una de las más influyentes reformas ocurridas en 1994
está plasmada en el artículo
75 inc. 22 que incorporó, con jerarquía constitucional varios tratados
internacionales que protegen los derechos humanos. Esta suerte de reenvío a cláusulas
fuera del texto constitucional, nos lleva a analizar el art. IV de la Declaración
Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; el
art. 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH); y el art.19
del Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos (PIDCP).
De una rápida lectura de los artículos citados
notamos que el PIDCP estipula que nadie puede ser molestado por sus opiniones y
que el art. 13 de la CADH amplía el contenido de la libertad de expresión que
limitadamente traen el art. 14 y 32 de la Constitución Nacional -vigentes al
momento de la reforma y que no fueron reformados- y, además, incorpora
elementos para concluir que este derecho no sólo es un derecho con beneficios
al individuo sino a la sociedad toda. En verdad, y particularmente en lo que
toca a la CADH, ni siquiera hace falta que el análisis lo hagamos nosotros. El
artículo 13 ya ha sido interpretado tanto por la Corte Suprema de Justicia de
la Nación como por la propia Corte Interamericana de Derechos Humanos, órgano
este último creado por la propia convención y con facultades de interpretación.
Y fue la Corte Interamericana la que entendió el carácter instrumental de este
derecho cuando expresó que la libertad de expresión es la piedra angular de la
democracia. También fue la Corte la que precisó la doble dimensión de la
libertad de expresión que surge del artículo 13: una dimensión individual y una
dimensión colectiva.
Frente a este panorama, nos encontramos ante una
situación que es la siguiente: el texto constitucional reformado en 1994, del
cual celebramos esta semana sus 20 años de vigencia, al incorporar los pactos
internacionales, cumple acabadamente con los principales fundamentos filosófico-políticos
que iluminan el ejercicio de la libertad de expresión.
Pensando en una futura reforma en esta materia, podríamos
entonces, por razones de técnica legislativa de nivel constitucional, evitar el
reenvío y, proponer la redacción de
una cláusula para una nueva constitución que incorpore lo que prevén los
tratados internacionales ya incorporados. Por ello, que si hubiera en el futuro
una nueva oportunidad de reforma, no estaría demás proceder de esa manera,
incluso por razones pedagógicas. Pero de ninguna manera entiendo que por ello
debería propiciarse una reforma constitucional en lo que respecta al ejercicio
de la libertad de expresión. Lo que hoy existe es suficiente para garantizar
adecuadamente su ejercicio. Impulsar una reforma constitucional tiene los
riesgos de abrir una “caja de Pandora” donde encontremos argumentos
autoritarios que en lugar de ampliar, restrinjan este derecho fundamental.
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