31/10/12

Tres historias


presentación ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) el 31 de octubre de 2012.

Agradezco a la CIDH la posibilidad de dar mi opinión en este debate, que se suma a otras que ya he realizado. Opinión, por cierto, que puede ser interpretada como poco objetiva. Lo que hoy quiero compartir con la CIDH no se vincula con ningún estudio empírico o investigación como las que hemos realizado desde el CELE, centro de estudios que co-fundé en la Universidad de Palermo en Buenos Aires y que dirijo desde mi retorno a Argentina. Mis breves comentarios se fundan en mi experiencia como Relator Especial para la Libertad de Expresión de la CIDH, cargo que tuve el honor de desempeñar entre 2002 y 2005.

Dado que tengo poco tiempo, voy a compartir con todos y todas ustedes tres historias reales para dar fundamento a mis argumentos.

Primera historia: Corria el año 2003 cuando la Relatoría recibió noticias que un grupo de periodistas que estaban cubriendo un suceso habían sido literalmente secuestrados por un grupo muy exaltado que pedían que se cubran sus reclamos. A medida que avanzaban las horas, la situación se complicaba y los retenidos no eran liberados. El gobierno temía intervenir por temor a un desastre: había noticias que algunos de los secuestradores se encontraban ebrios y con machetes listos para hacer rodar cabezas. La Relatoría, luego de seguidos los protocolos que teníamos para reaccionar, entró en comunicación con el Gobierno para impulsar al diálogo a fin de destrabar la cuestión. Ello ocurrió y años después varios de los retenidos agradecieron la acción rápida de la Relatoría.

Segunda historia: En 2004 la Relatoría fue alertada que en uno de los países de la región, fiscales habían hecho de su práctica habitual la citación a periodistas  para revelar sus fuentes de información en casos donde exponían historias que revelaban actos de corrupción, en oposición al principio 8 de la Declaración de Principios de Libertad de Expresión aprobada por la CIDH y que enmarca el accionar de la Relatoría. Luego de alertar sobre la situación a la CIDH, y cumplidos con los protocolos de su actuación, la Relatoría entró en contacto con la autoridad máxima de los fiscales de ese país. Tras largas conversaciones e intercambio de información, el jefe de los fiscales elaboró un instructivo a sus subordinados, para que esa práctica dejara de ser habitual. Con ello, y por el accionar oportuno de la Relatoría, se evitaron muchas denuncias que ya se encontraban preparadas para que la CIDH interviniera a través de su sistema de casos.

Tercera historia: Durante años grupos de pueblos originarios de un pais del hemisferio habían sido negados de su derecho a tener un medio de comunicación a partir del otorgamiento de licencias para operar en el espectro radioeléctrico. La discriminación a esos grupos sumado al dominio de los grupos de comunicación dominantes había impedido que, por ejemplo, existieran radios que hablaran sus propios idiomas. Las denuncias de varios grupos y redes internacionales  llegaron a la Relatoría. Esas denuncias estaban apoyadas en buena medida en los estándares fijados por la CIDH al aprobar el informe “libertad de expresión y pobreza” elaborado por la Relatoría. Un alto funcionario del ministerio correspondiente a las telecomunicaciones entendía que la CIDH y su Relatoría nada tenían que hacer en este tema, que era puramente comercial. Lo que tuvo que entender ese funcionario era que la agenda de la Relatoría era más amplia de la que él creía, y que el derecho de los grupos tradicionalmente postergados a tener sus medios de comunicación era un derecho fundamental que la CIDH estaba dispuesta a defender. Por primera vez en casi 50 años algunas licencias fueron entregadas.

Estas historias ponen de manifiesto tres cuestiones que sugiero se tengan en cuenta durante los debates hacia el interior y exterior de la Comisión.

La Relatoría desde su creación, y de manera incremental, ha venido colaborando con la CIDH para salvaguardar la vida de quienes están en riesgo por sus tareas, para evitar la litigiosidad cuando puede evitarse -y así colaborando con los Estados-, y para renovar la agenda en materia del respeto al derecho consagrado en el artículo 13 de la Convención. Esto es posible porque la Relatoría fue pensada con un diseño dinámico, dotándola de una persona a cargo que cumpliera funciones a tiempo completo, y con una política comunicacional y de informes que, siguiendo estrictos protocolos establecidos por la CIDH, le ha permitido cumplir con los objetivos y mandatos aprobados por la propia Comisión.

Lamentablemente, ese diseño institucional no fue acompañado con un diseño financiero que la dotara de fondos para cumplir todas las tareas que le son asignadas, tanto por la CIDH directamente, como por otros órganos de la OEA. Esa falencia llevó, y según entiendo, lleva a que la Relatoría para la Libertad de Expresión, tal como lo hacían y hacen todas las Relatorías, necesite fondos de distintos donantes para sus tareas. Sin esos apoyos las Relatorías dejarían de existir tal como las conocemos hasta ahora.

El sistema interamericano de protección de los derechos humanos se encuentra en estos momentos ante la posibilidad de que se implementen cambios que lo afecten. Es de esperar que varios de los estados que hoy están aportando a la discusión no estén dispuestos a flexibilizar  sus convicciones para posibilitar un consenso que podría conducir a daños irreparables al sistema interamericano. La historia juzgará a los gobernantes de este tiempo si ello ocurre. Pero la historia también juzgará a la CIDH si no se opone enérgicamente a cambios que puedan afectar su funcionamiento, en general, y el de la Relatoría para la Libertad de Expresión, en especial.

Estaríamos mirando otra película si creemos que algunos de los que impulsan vigorosamente cambios en el sistema, no han basado sus propuestas teniendo en la mira a la Relatoría. Pero como las historias que me permití contar –que podrían ser complementadas por muchas otras-, la Relatoría, gracias al apoyo recibido por la CIDH, ha funcionado bien. Hace años aprendí que si algo no está descompuesto, es preferible no arreglarlo. Ojalá que así sea.

Muchas gracias


14/10/12

Bush, Chavez y Lanata



Corría el año 2005 cuando la periodista del diario The New York Times fue encarcelada durante 85 días en los Estados Unidos por negarse a revelar la identidad de una fuente de información. La semana pasada, cuando los periodistas argentinos Jorge Lanata y Nicolás Wiñazki –entre otros- fueron detenidos en Venezuela e interrogados sobre quién les había entregado cierta documentación que hicieron pública, recordé inmediatamente el caso Miller. El parecido de ambos casos da que pensar: las políticas implementadas por George W. Bush, presidente de los Estados Unidos y Hugo Chavez Frías, presidente reelecto de la República Bolivariana son las que permiten que periodistas sean llevados a la cárcel cuando, entre otras cosas, se niegan a dar la identidad de sus fuentes. Bush y Chavez, en ese sentido se parecen bastante.

Por supuesto que ambos casos son diferentes en una cuestión que no es menor: Miller terminó en la cárcel después de un proceso judicial, donde tuvo oportunidad de defenderse. Lanata y Wiñazki no gozaron de esas garantías básicas en un estado de derecho. Pero más allá que ambos casos son similares por la consecuencia –detención, prolongada en el primer caso y breve en el segundo- provocada por la misma causa –negarse a revelar fuentes- hay otra similitud que me llamó la atención: a los periodistas argentinos se los interrogaba como partícipes de un espionaje al haber revelado un documento incómodo para el Gobierno. A Miller –y a otros periodistas- se los cuestionaba por negarse a revelar sus fuentes y entregar documentación en una investigación de filtración de la identidad de un operativo de la CIA, que también ponía incómodo al gobierno.

Recuerdo que respecto de la periodista Judith Miller, había voces que, muchas veces por lo bajo, llamaban a tener en cuenta “el tipo de periodismo” que ella hacía. Con los periodistas argentinos, escuché y leí argumentos similares. Me sorprende esa otra similitud dado que noto que en aquél momento como ahora se puede perder de vista lo que creo es importante: estamos frente a una cuestión de principios y ambos casos demuestran el mismo desprecio al principio 8 de la Declaración de Principios de Libertad de Expresión formulada hace más de una década por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que establece el derecho de todo comunicador social a mantener la confidencialidad de sus fuentes, notas y archivos personales y profesionales.

No se me escapa que la cuestión acerca de la reserva de fuentes es controversial en cuanto a su alcance y contenido jurídico. Si bien en Argentina, es una garantía que surge de la Constitución, ello no es así en todos lados. Pero mi punto principal es otro y en alguna medida, me referí a lo mismo cuando todavía me desempeñaba como Relator Especial para la Libertad de Expresión de la CIDH. En 2005 publiqué una  nota editorial en el diario The Miami Herald donde expresaba que Estados Unidos se parecía a Cuba, porque en aquél momento, eran los dos únicos países en nuestro hemisferio que tenían tras las rejas a periodistas por ejercer su profesión. Hoy esa nota vuelve a tener para mi vigencia.

Es obvio y evidente que la intolerancia no es patrimonio de un cierto color en la política. Independientemente de nuestra valoración sobre cualquier gobierno de turno como de derecha o de izquierda o progresista o conservador, cuando de principios se trata, es importante defenderlos y alzar la voz con igual firmeza sea quien sea el que haya puesto en tela de juicio el ejercicio del periodismo sin restricciones dado que es uno de los valores más importantes de la democracia.