Conocí a Jeremy Waldron en la Universidad
de Columbia, cuando él dictaba, entre otros, el curso de
"Jurisprudence" que en el año 2001 yo auditaba mientras gozaba de una
beca otorgada por el Instituto de Derechos Humanos de esa universidad. Para mi
carrera, sus clases fueron, además de sumamente formativas, muy importantes
para adquirir nuevas técnicas en la enseñanza del derecho. Sus clases eran muy
provocadoras, nos impulsaban a reflexiones interesantes, y además eran
entretenidas. Luego de asistir a sus clases, seguí leyendo alguno de sus
trabajos hasta que hace un par de años llegó a mis manos el libro que hoy
comento. Y si empecé elogiando al Prof. Waldron en esta reseña bibliográfica
fue sólo para sentirme cómodo diciendo que The
Harm in Hate Speech (Harvard
University Press, 2012) no está a la altura de los libros o de las conferencias
de su autoría que supe conocer.
Me alegra saber que no soy el único que
tienen un desacuerdo con el profesor neocelandés. La primera página con la que
se encuentra el lector, en la sección sobre reconocimientos, Waldron mismo
señala , y agradece, a personas de la talla de Ronald Dworkin, C. Ed. Baker, o
Anthony Lewis, quienes "están duramente en desacuerdo" sobre el
problema del "hate speech" (podría traducirlo como discurso de odio,
pero en esta nota prefiero dejar la manera en que se califica estos discursos
en idioma inglés).
El libro, de poco menos de 300 páginas,
transita el problema del "hate speech" en ocho capítulos: Approaching
Hate Speech; Anthony Lewis´s Freedom for
the Thought That We Hate; Why Call hate Speech Group Libel?; The Appearance
of Hate; Protecting Dignity or Protection from Offense?; C. Edwin Baker and the
Autonomy Argument; Ronald Dworkin and the Legitimacy Argument; y, finalmente,
Toleration and Calumny.
Alguno de estos capítulos fueron motivo
de discusión del seminario de doctorado que se desarrolló en la Facultad de
Derecho de la Universidad de Palermo y
que organizamos junto con el Prof. Martin Farrell durante el segundo semestre
de 2013. Varias de las críticas a las posiciones de Waldron que paso a exponer
fueron fruto del trabajo en ese seminario.
En uno de los capítulos, Waldron se
pregunta si las leyes sobre hate speech protegen a las personas de ser
ofendidas. La respuesta del autor es concluyente: no. Y ello lo funda en una
distinción que hace entre lo que puede ser una afectación a la
"dignidad" y una expresión que sea meramente una "ofensa".
Al tratar de entender esta diferencia, parecería que Waldron considera que una
ofensa se refiere a un ataque a la subjetividad de las personas mientras que un
ataque a la dignidad presupone una cuestión más objetiva: un ataque a una
característica del grupo del que la persona es parte en la sociedad.
Waldron concluirá, entre otras cosas que
un ataque a la dignidad, incluso sin lesionar sentimientos personales, debe ser
protegido -que es lo que hacen las leyes de hate speech- dando un argumento que
no parece muy sólido: "Nosotros protegemos la dignidad básica de las
personas porque ello es importante: es importante para la sociedad en general,
porque la sociedad como sociedad quiere asegurar su propio orden democrático y
su carácter como sociedad de iguales; y la dignidad importa por supuesto para
aquellos en los que la dignidad es lesionada" (traducción propia, p.111).
Podemos estar de acuerdo con esto, pero por que no importa una ofensa,
entendida como una lesión subjetiva, como objeto de igual proteción?
Para ser justo con Waldron, él mismo
acepta que muchas de las líneas divisorias que el traza en el libro (sin duda
la antes referida es una de ellas) son líneas muy difíciles de dibujar (p.115).
Estoy muy de acuerdo con ello y, más aún, con lo que también el autor dice:
[...]cuando existen líneas difíciles de dibujar la ley debería generalmente
estar en el lado liberal que ellas dividen."(p.126). Pero lo que no se
comprende por qué es más liberal proponer legislación que prohíba el hate
speech porque ataca la dignidad y no proponer, además, leyes que restrinjan
discursos ofensivos! O, viceversa: ¿no sería más liberal abandonar las
prohibiciones a ambos discursos?
A lo largo del libro, el lector
encontrará argumentos que siguen trazando líneas difíciles de dibujar. Por
ejemplo, aún cuando elogia a C. Edwin Baker -a quien considera un absolutista
en favor de la Primera Enmienda (p.146)- en la valorización de la autonomía que
tienen incluso los que pronuncian discursos con contenido de "hate
speech" para impedir cualquier regulación que los prohíba, justamente
porque iría en contra de esa autonomía, Waldron resuelve el problema de una
forma que aparece a simple vista muy simple. Dice: "Yo creo que debemos
adherirnos al modelo del "balance" [...] sopesando por un lado la
importancia para los individuos de la autonomía para pronunciar su discursos de
la que habla Baker y, por el otro, la importancia de los valores individuales y
sociales que se comprometen cuando esos discursos son públicos..."(p.170,
traducción y adaptación propia).
Hasta allí uno podría criticar
preguntando por qué Waldron elige una técnica de balance entre derechos de igual jerarquía para resolver la
cuestión y por qué ello sería correcto. Pero su argumento se hace más confuso en
el párrafo que sigue: "Ese balance no requiere la supresión de cada
palabra o epíteto que coloquialmente cuenta como hate speech. Sólo requeriría a
nosotros atender a las formas más graves [...]". Otra línea difícil de
demarcar que para Waldron parece no serlo.
Pero lo más criticable es cómo termina
Waldron la respuesta a los argumentos de Baker: dice que este último valora más
la autonomía que los otros valores que están en juego. Lo que no encuentro
explicación, al menos clara y definitiva, es por qué esos otros valores
estarían, aún aceptando el test del balance de derechos, por encima de la
autonomía.
Otro de los argumentos que el autor de The Harm in Hate Speech trata de
contrarrestar es el que le adjudica a Ronald Dworkin. En pocas palabras, y con
muchas citas, el argumento que resume es el siguiente: las leyes que prohíben
que los discursos entren en el debate público son leyes que carecen de
legitimidad. Waldron, y con cita textual de Dworkin (p.175) lo frasea de este
modo: "La libertad de expresión es, en otras palabras, parte del precio a
pagar para la legitimidad política: "Las mayorías no tienen derecho a imponer
su voluntad sobre aquellos a quienes se les ha impedido levantar su voz de
protesta, o para argumentar u objetar una decisión antes que sea tomada".
Si deseamos leyes legítimas contra la
violencia o la discriminación, debemos dejar a nuestros oponentes expresarse. Y
entonces podremos legitimar la sanción de esas leyes y su cumplimiento mediante
el voto.".
Haciendo referencia a lo que había
expuesto en su presentación en las conocidas "Holmes lectures", Waldron reconoce el valor del proceso
de legitimidad democrática de las leyes. Sin embargo concluye que: "He
dicho que cuando algo ya no es más un tema vivo [...] tal vez debemos ser menos
abiertos a la legitimidad política cuando decidimos como manejar
legislativamente casos de daño infligido sobre la dignidad de miembros
minoritarios por las expresiones públicas de visiones atípicas".(p.196,
traducción propia).
Atípicas (outliers en el texto original)
son aquellas expresiones referidas a ciertas cuestiones que según Waldron ya
han sido establecidas y que no merecen ningún tipo de discusión, sobre las
cuáles el debate no merece continuarse. Para Waldron, el razonamiento luce
impecable: si hay algún tema terminado, continuar con la discusión no es
necesario, y si ello es así, prohibir esos discursos en nada menoscaba la
legitimidad democrática de la prohibición porque son discursos que ni siquiera
merecen ser oídos.
Sinceramente esta afirmación de Waldron
sorprende, porque nuevamente traza una línea difícil de definir. ¿Cuáles son
las discusiones terminadas? ¿Que datos empíricos tenemos sobre ello? Por
supuesto que estoy de acuerdo que sostener la superioridad racial no sólo es
una aberración sino una estupidez. Pero creo que imponer la clausura de la
discusión tal cómo pretende Waldron me permite, para terminar esta reseña,
recordar a John Milton, quien en su Areopagítica
(1643) magistralmente
sintetizara que "En la Escritura es comparada la Verdad a un manantial de
aguas corrientes: si sus aguas no fluyen en perpetuo avance, enferman en charca
cenagosa de conformismo y tradición. Podrá un hombre ser herético en la verdad;
que si tal creyere cosas únicamente porque su pastor se las dice, o la asamblea
así lo determina, sin conocer otra razón, la misma verdad que mantiene, cierta
y todo su creencia, se convierte en herejía." Yo no quiero ser hereje.
Prefiero escuchar aún las estupideces y convencerme de lo que creo porque las
estupideces no me convencen. Dejo al lector de esta reseña la decisión del
lugar donde desea colocarse.
*Este comentario bibliográfico apareció originalmente en la revista "Teoría del Derecho" (Año 1 número 2), Facultad de Derecho, Universidad de Palermo.
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